Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1886 (Cortes de 1886 a 1890)
Sesión: 5 de julio de 1886
Cámara: Congreso de los diputados
Discurso / Réplica: Discurso contestación al discurso de la Corona
Número y páginas del Diario de Sesiones: 44, 809-815
Tema: Discurso de la Corona

Pocas Asambleas deliberantes, Sres. Diputados, habrán dado tan gallarda muestra de ingenio, de talento y de elocuencia como la que ha dado el Congreso en estos debates, que yo por costumbre, y más que por costumbre por cortesía, y no por necesidad, he de terminar pronunciando algunas breves palabras como resumen de tan importantes discursos. Como remate, como coronamiento, exigía sin duda edificio con tal arte levantado, bastante más que las pobres frases que voy a tener el honor de pronunciar; mas si el remate no corresponde a la obra, no es mía la culpa; que si de mi voluntad dependiera, lo daría por terminado sin mi necesaria intervención. Pero el deber de mi cargo se ha de sobreponer a la voluntad; y este deber exige poner mano a destiempo, y en último término, a una tarea tan perfectamente por amigos y adversarios desempeñada; difícil para mí por el estado de mi salud, por las reservas a que me obliga mi situación y por la brevedad que exige vuestro cansancio, al cual no he de faltar, aunque no sea más que por el egoísmo de ver si por esta consideración me dispensáis en cambio vuestra benevolencia y vuestra atención.

Se necesita mucho valor para hacer el resumen de este debate, en este momento y a esta altura, con este calor, y después del punto a que había llegado la discusión; pero yo he de cumplir con mi deber, aunque sea tan rápidamente como lo necesito, y como vosotros también lo necesitáis.

Se inició el debate, si no estoy equivocado, por un discurso razonado del Sr. Castel en apoyo de su enmienda, en la cual combatía la prórroga de los tratados de comercio que tiene España concertados con varios países, y muy especialmente, el modus vivendi pactado con Inglaterra. En el mismo sentido, y para abreviar, habló en la mayor parte de su bien pensado discurso el Sr. Rodríguez San Pedro, aunque con más exageración que el Sr. Castel. Pues bien; a estos señores Diputados, y a todos los que del mismo asunto se ocuparon, debo advertirles que nadie ha sido más opuesto que yo a entrar en negociaciones con Inglaterra, mientras esta Nación se obstinara en no hacer ninguna concesión a nuestro país, que mejorara el mercado de los vinos españoles en Inglaterra. Pero desde el momento que Inglaterra nos ha hecho la concesión de algunos grados en la escala alcohólica, y aunque fuera de desear, para que esta ventaja hubiera sido mayor, que alcanzara a todos nuestro vinos, no hay ya posibilidad de negar a Inglaterra lo que se ha concedido a las demás Naciones, sin colocarnos frente a este país, en una situación tan difícil como inexplicable, haciendo una excepción que un pueblo no puede hacer respecto de otro con el cual desea estar en buenas y amistosas relaciones. Es la tercera o cuarta vez que tratamos con Inglaterra; y no conceder a la Gran Bretaña lo que a las demás Naciones se concede, sería tratar a este gran país como a un niño castigado, a quien por travieso se le niega lo que a sus demás compañeros se les concede; y esto, señores, no puede hacerse impunemente, y además no debe hacerse, en respeto a la cortesía internacional. [809]

Pero el Gobierno español no ha tenido sólo en cuenta estos intereses políticos y esta cortesía internacional para conceder a Inglaterra, una vez que ella nos ha hecho la concesión que deseábamos, el trato de Nación más favorecida, y nada más que el trato de Nación más favorecida; porque si sólo hubiera atendido el Gobierno a aquellos intereses y a aquella cortesía internacional, quizá se hubiera visto inducido a hacer con Inglaterra un nuevo tratado de comercio, como habían pensado en hacerlo otros Gobiernos y otros partidos. Pero no; el Gobierno ha tenido en cuenta muy especialmente, además de las citadas consideraciones, los intereses nacionales, como era su deber, porque los intereses creados a la sombra de la ley y que por circunstancias de localidad vienen a ser la vida de regiones tan trabajadoras, tan activas y tan emprendedoras como Cataluña, y de provincias tan trabajadoras y tan sufridas como Valencia, merecen el respeto de todos los Gobiernos; y sólo cuando el Gobierno se ha persuadido de que el modus vivendi con Inglaterra no perjudicaba a intereses fabriles de ninguna provincia, y que en caso de que trajera algún perjuicio para alguna, pudiera ser compensado sobradamente con medidas de carácter interior, es cuando nos hemos resuelto a presentarlo a las Cortes; que otra cosa no hubiéramos hecho, resuelto como está el Gobierno, cumpliendo con su deber, a defender, a apoyar y a acrecentar los grandes intereses materiales, lo mismo los de Cataluña que los de Valencia, que los de todas las provincias, procurando armonizarlos, porque es lo que constituye el bienestar del mayor número, y por consiguiente, la riqueza de la Nación.

A esta enmienda la del Sr. Montoso, en la cual, lo mismo que en el insinuante discurso del señor Montoso, que más que de novel en estas lides parlamentarias, parece de consumado maestro, porque hay que reconocer, y yo con mucho gusto lo reconozco, que el Sr. Montoso ha tenido la suerte de empezar su carrera parlamentaria como pueden concluirla los más afortunados; lo mismo en su enmienda que en su insinuante discurso, repito, ha hecho resaltar, sobre toda otra consideración, esta tesis: el Gobierno, no dudo, que va a cumplir sus compromisos: Cuba, por consiguiente, va a tener los mismos derechos, las mismas libertades, y en lo posible, el mismo estado social que las provincias de la Península; pero con eso y todo, Cuba no va a quedar satisfecha, porque Cuba no quiere tanto los mismos derechos, las mismas libertades y el mismo estado social; vivir, en una palabra, la misma vida de la Metrópoli, como la autonomía, y la autonomía en toda su pureza; es decir, la autonomía en todas las esferas, la autonomía en la administración, la autonomía en lo económico, la autonomía en la política; es decir, la autonomía de su gobierno, la autonomía de sus poderes, la autonomía en sus leyes. (El grupo autonomista de la Cámara hace signos afirmativos). Es decir, que S.S. llevaba la autonomía a un punto a que sólo se lleva cuando no hay otro medio de unir nacionalidades distintas y hasta razas enemigas.

En el mismo sentido se explicaba también, aunque parecía que con distinto objeto, con su elocuencia acostumbrada, el Sr. Labra, y bien lo daba a entender, cuando a través de la habilidad que le caracteriza y de hablarnos de autonomías o de descentralizaciones administrativas y económicas, nos hablaba con gran entusiasmo ex abundantia cordis, de leyes regionales, de gobiernos regionales y de poderes regionales. Señores, yo comprendo que si la Metrópoli diera a las provincias de la Península beneficios que negara a las de Cuba, Cuba nos planteara este dilema: o dadnos los beneficios que dispensáis a las demás provincias, o dadnos la autonomía para ver si conseguimos lo que vosotros no nos queréis otorgar, estableciendo en contra nuestra injustas diferencias con nuestras hermanas; pero cuando España da a Cuba lo que tiene, y se lo da con la misma solicitud y con el mismo cariño que a las demás provincias, ¿qué derecho tiene Cuba para pretender lo que ninguna otra provincia pretende, ni en qué motivo puede fundarse para querer vivir vida separada de las demás provincias? ¡Ah! no; Cuba no puede querer eso, porque si lo quisiera sería ingrata, no recordaría los sacrificios que ha hecho España por ella; respondería con desvíos a su solicitud, y trataría como desnaturalizada madrastra a la que siempre la ha considerado como hija querida. No. Además, están tan equivocados en este punto, lo mismo el Sr. Montoso que el Sr. Labra, que para fortalecer su argumento, suponía que la autonomía es tradicional en España. ¡La autonomía tradicional en España! No lo ha sido nunca. Esa planta habrá brotado en otras partes y en otras regiones; pero aquí jamás ha tenido ambiente. El pueblo español es el que mejor asimila a los territorios que coloniza; el que mejor se atrae a las razas con que se pone en contacto, y por consiguiente, señores, una vez asimilados los territorios, no puede tener aplicación la autonomía. Dar la autonomía a países que hablan el mismo idioma, que tienen la misma religión, que tienen la misma sangre, no puede ser de ninguna manera. Viven con la autonomía las regiones y los pueblos que tienen distinta raza, que hablan diferente idioma, que profesan distinta religión, que no tienen la misma historia y la misma sangre; pero cuando sucede todo lo contrario; cuando todos pueden tener las mismas leyes, deben unirse como en apretado haz; deben ayudarse mutuamente; deben hacer vida común; deben ser también comunes los sacrificios y las glorias, porque sólo así se constituyen los grandes pueblos; sólo así se forman las grandes nacionalidades y se engrandecen los horizontes de la Patria.

Desechadas las enmiendas, hemos entrado ya en la discusión del mensaje. Primeramente el Sr. Rodríguez San Pedro, y después más acentuadamente mi querido amigo particular el Sr. Romero Robledo, le han combatido en todas sus partes, atacando al Gobierno en puntos de poca importancia y de detalle, lo cual, por otra parte, nada tiene de extraño, porque como no se trata de ningún principio puesto en duda, ni de ningún derecho hollado; como los ciudadanos tienen libertad en todos sus movimientos; como los partidos pueden defender libremente su programa; como la prensa es libre; como la libertad es en todo absoluta, resulta que no puede haber hoy aquel calor, aquellos episodios, aquellos accidentes que presenciábamos en otro tiempo con motivo de los debates sobre el mensaje.

Por otra parte, como no he de contestar ataque por ataque, porque no vengo esta tarde a atacar a nadie; como además no me parece propio, en el resumen de un debate, el hacerme cargo de los muchos y variados puntos que han tocado estos dos señores, me van a permitir SS. SS. que pase adelante, sin perjuicio [810] de ocuparme después en aquellas indicaciones, que yo creo que deben llamar la atención del Congreso, y sin perjuicio también de ponerlas enfrente de lo que yo crea necesario decir para atenuarlas o modificarlas. En este camino me encuentro con el señor Azcárate, con el cual, aunque muy ligeramente, he tenido ocasión de contender sobre el punto de la soberanía de la Nación. No quiero hablar más sobre este punto; me conformo con lo dicho, y sigo. Voy, pues, a satisfacer a S.S. respecto de una de sus primeras preguntas. Su señoría encontraba el programa o fórmula que han suscrito los Sres. Montero Ríos y Alonso Martínez, tan vago, que, a pesar de estar redactado por dos ilustres letrados, resultaba confuso e ininteligible.

Además, no sabía S.S. si esto era una reforma constitucional o una adición constitucional, o lo que significaba. Pues bien, Sr. Azcárate; esa fórmula es simplemente el programa del partido liberal, en cuanto se refiere a la manera como va a desenvolver la Constitución de 1876, o sea la Constitución vigente. Ni más ni menos; es el programa que determina el espíritu con el cual va a desenvolverse la Constitución, y este espíritu es el más liberal posible; es el medio de realizar el deseo del Gobierno, de dar a la Constitución del Estado una estabilidad que no tienen las otras leyes.

El Sr. Azcárate me preguntaba: ¿es que los demás partidos van a aceptar esa reforma? No lo sé; si la aceptan, tanto mejor; el partido liberal habrá conseguido su objetivo; y si no la aceptan, el partido liberal habrá significado su deseo; y mientras él sea Poder, ese deseo se cumplirá, y la Constitución del Estado tendrá una estabilidad y una permanencia que no tienen las otras leyes. Y añadía el Sr. Azcárate: ¿cómo se va a practicar ese programa? Pues muy sencillamente. Se puede realizar de dos modos: o haciendo diversas leyes, cada una de las cuales desenvuelva uno de los principios contenidos en la fórmula con el espíritu que la misma determina, o haciendo una ley, que se podrá llamar ley de garantías, o como quiera S.S., en la que se desenvuelven todos los principios que la constituyen. Está en esto tan amable el Gobierno con las oposiciones, que está dispuesto a darles el gusto en todo.

¿Y cuándo se va a desenvolver, porque no quiero dejar nada por contestar? Pues les va a parecer a sus señorías una paradoja la contestación. Se va a desenvolver también cuando quieran las oposiciones; porque el Gobierno no necesita más espacio que el que le dejen libre otros trabajos parlamentarios más urgentes, y el que le deje sobre todo libre la lucha candente y apasionada de los partidos. Ya ve S.S. que el Gobierno está dispuesto a cumplir sus compromisos; y a fe que de oír a SS. SS. y de atender sus indicaciones, casi, casi debería detenerse, porque en último resultado, no va a conseguir nada, como no sea el planteamiento de la libertad; y eso, como satisfacción del Gobierno, no por lo que SS. SS. creen ni quieren; porque de un lado oímos decir al Sr. Salmerón que el pueblo español vive sumiso bajo los Gobiernos conservadores, y está siempre dispuesto a rebelarse, o por lo menos toma un carácter de rebelión con los Gobiernos liberales; lo cual, francamente, entusiasma poco para ser liberal y para hacer reformas liberales; y de otro lado, el Sr. Azcárate nos decía: si cumplís vuestros compromisos, tendréis abismos en la derecha; es verdad que si no los cumplís, tendréis abismos en la izquierda; y de todos modos, vais a perecer en la demanda.

La verdad, Sres. Diputados; ante esta situación tan crítica, se necesita mucho valor para ser liberal. Pues aún así lo somos, y no tengan cuidado sus señorías por nuestra suerte.

En cuanto al Sr. Salmerón, le debo decir que está un poco equivocado, que no es el pueblo español el que toma ese carácter de rebeldía ante los Gobiernos liberales, viviendo sumiso ante los Gobiernos conservadores. No; los que hacen eso, son los revolucionarios de oficio, los que no quieren someterse nunca a las leyes y van buscando pretextos ridículos para apelar a los medios de violencia. Pero afortunadamente, el pueblo español no le sigue en su camino, y está dando una prueba de moderación y de madurez, de juicio, que no sospechaban esos señores, pero que es de esperar continúe.

Y en cuanto al Sr. Azcárate, debo decirle que no abrigo el temor de caer en esos abismos, cumpliendo nuestros compromisos.

No caeremos en los abismos de la derecha. ¿Es que S.S. cree que el partido conservador puede tener la pretensión de que nosotros no cumplamos los compromisos a que venimos obligados? No; el partido conservador lo que hará será, naturalmente, combatir nuestras reformas, y hará bien en combatirlas, porque si no lo hiciera, no sería partido conservador; y porque además, la lucha y la discusión y el combate de los partidos que militan bajo las mismas instituciones, son la esencia, la base y la vida de este sistema parlamentario; pero eso no quitará para que entre el partido conservador y nosotros continúe existiendo todo aquello que nos es común, y por igual estamos obligados a defender y a salvar. No; no tenga cuidado S.S.; no hay más sino que ahora siempre, según el Sr. Azcárate, otra vez nos encontramos con un peligro de frente, una vez que añadía S.S.: "El partido liberal necesita una base común con el conservador para defender entre ambos la Monarquía. Si la encuentra y la acepta, está perdido y perdida la Monarquía".Pues, señores, no hay salida, porque la base común es necesario que exista. ¿Qué quiere S.S.? ¿Que los monárquicos no tengamos de común, siquiera lo que a la Monarquía se refiere? ¿Dónde ha visto su señoría eso? ¿En qué país los partidos que están bajo la Monarquía no tienen de común la base sobre que las instituciones se asientan? ¿Y por eso ha de correr peligro la Monarquía? Al contrario; podría correr peligro si esa base común no existiera. No, Sr. Azcárate; desengáñese S.S. y desengáñese todo el mundo; el partido liberal, como la mayoría que le representa en este y en otro Cuerpo Colegislador, es esencialmente liberal, pero esencialmente monárquica; y si no quiere nada contra la libertad, tampoco ha de consentir nada contra la Monarquía; y por eso, Sres. Diputados y Sr. Azcárate, puede ser muy liberal enfrente del partido conservador, pero muy monárquica al lado del partido conservador.

Y para ir deprisa, voy a concluir con el discurso del mensaje, y voy a entrar en lo que pudiera llamar posdata, que, como en ciertas cartas sucede, resulta en esta ocasión, que es más larga que la carta misma; y no quiero decir con esto que no sea de más interés, porque fue bien interesante también la carta. [811]

Y me encuentro con el Sr. López Domínguez, al cual no le quiero decir nada, nada sobre aquellas precipitaciones y sobre aquellas impaciencias que su señorías supuso que había, lo mismo en los que dejaron el Poder que en los que lo tomamos a la muerte del Rey. No quiero decir a S.S. nada acerca de eso, porque yo no sé lo que llama S.S. impaciencias y precipitaciones; pero su por acaso entonces las hubo, vive Dios que en tan tristes y pavorosos momentos no podían ser otras que las impaciencias y las precipitaciones del patriotismo que, lejos de merecer censuras, merecen el aplauso de todo el que sienta algo en su corazón por el amor a la Patria.

Tampoco quiero decir nada a S.S. de no sé qué clase de protectorado y de garantías y de cauciones de que, valiéndose de otra palabra, hablaba el señor Salmerón; porque, este Gobierno no conoce más protectorado ni más garantías que las que en esta clase de gobiernos y las que en nuestros sistemas se han establecido, que es la confianza de la Corona y el apoyo de las Cortes.

Entre el Gobierno y la Reina no puede haber, no hay intermediario ninguno, primero, porque no hay nadie osado a pretender semejante papel; segundo, porque sería inútil que nadie lo pretendiese, porque la Reina, que cumple a maravilla sus deberes constitucionales, no lo había de consentir; y excusado es que el Gobierno diga que por su parte tampoco lo toleraría, porque es innecesario desmentir una hipótesis imposible.

Su señoría después de esta benévola indicación, que a guisa de exordio puso a su discurso, dividió éste en dos partes, una militar y otra política.

De la militar, ¿qué le he de decir yo después de la merecida contestación que le dio el Sr. Ministro de la Guerra? Pero bueno será que le advierta que no está bien cuando se había de mejorar a las clases del ejército, que no se hable más que del interés material y positivo. Todos deseamos que el ejército esté bien; todos queremos que los oficiales y jefes se hallen bien dotados, porque lo están poco; pero es necesario hacerlo en condiciones posibles, y es necesario también no mirar sólo en ese sentido al ejército español, porque con ello parece que se infiere un agravio a una fuerza pública que ha conquistado tantas y tan gloriosas tradiciones en todas las guerras que ha hecho, en la guerra de la Independencia, en la guerra de África, en las guerras civiles, en la guerra de Cuba, en todas partes. A un ejército que pelea descalzo, casi desnudo y sin cobrar sus pagas meses y meses enteros, a ese ejército no se le puede hablar sólo de mejorar su suerte de una manera material, no; hay que hablarle de otra cosa de la que yo sentí no oír hablar a S.S.

De la parte política también voy a decir muy poco al Sr. López Domínguez, porque S.S. se empeña en un imposible. Con esa reforma constitucional constante y con esos artículos 110, 111 y 112 con que continuamente anda a vueltas, no conseguiría nada S.S., aunque realiza su deseo, porque es un objeto inútil y un trabajo completamente estéril por consiguiente. ¿Qué quiere S.S.? ¿Reformar la Constitución sin período constituyente, que es ahora el sistema de S.S.? Pues es un deseo estéril en absoluto, porque con ello no conseguirá nada S.S. Supongamos que esta Cortes reforman la Constitución y ponemos en ello los tres artículos que S.S. defiende y todo lo que quiera. Y yo pregunto a S.S.: las Cortes que vengan después, ¿no tienen el mismo derecho que éstas para reformar la Constitución? Pues es seguro que cuando vinieran otras Cortes echarían abajo esas reformas de la Constitución. ¿Y para qué? Para que cuando viniera S.S. volviera a hacer la reforma; de lo cual resultaría lo que podríamos llamar el juego de las Constituciones y la necesidad de que cada partido, al llegar al Poder, trajera su Constitución debajo del brazo. (Risas).

Esto no es posible, Sr. López Domínguez; esto no lo puede querer S.S. ni nadie. Es necesario un poco de juicio político, porque la experiencia, que enseña mucho, nos está diciendo a voz en grito que todo país en que se ha tocado mucho a la Constitución, que todo país en que se reforma de continuo la Constitución, es un país todavía por normalizar, todavía por organizar; al paso que los países que han respetado su Constitución tal como la han encontrado, son los países más libres y mejor organizados.

Aprendamos, pues, algo, y no hagamos trabajos estériles; porque además de impedir que el tiempo que se dedica a ellos pudiera aprovecharse en otros más útiles, no sirven para nada, y por lo tanto no estamos en el caso de pasar el tiempo en reformar y en cambiar Constituciones. Por eso digo y repito, que es un trabajo completamente estéril, por lo cual no es posible aceptar la idea de S.S., ni la aceptará nadie.

Y vengo, porque quiero ir de prisa, al Sr. Castelar, a quien no tuve el gusto de oír ayer, y lo siento, porque ayer, si le hubiese oído, le hubiera felicitado, más que por gran orador, que a esas felicitaciones está S.S. muy acostumbrado, por buen ciudadano.

Y voy ahora a habérmelas con el Sr. Salmerón.

El Sr. Salmerón, que con su grandilocuencia y tono dramático empezó examinando las Monarquías para decir que no habían cumplido en España su misión, entre otras razones principales, porque no habían completado la unidad nacional, el Sr. Salmerón, que resulta que es enemigo de la Monarquía porque la Monarquía no ha sabido completar la unidad nacional, para completar esa unidad nacional que la Monarquía no ha sabido completar, se hace republicano federal, y hoy amigo del Sr. Pí y Margall, cuya bandera tiene por primer lema la destrucción de la unidad nacional y el descuartizamiento de la Patria. (Muy bien, muy bien. -El Sr. Salmerón: No es eso). ¿No es S.S. republicano federal? (El Sr. Salmerón: Lo he explicado y estoy dispuesto a explicarlo). Yo supongo que S.S. no es unitario. (El Sr. Salmerón: No, ciertamente). Bueno es saberlo.

Pero yo digo que S.S. no es amigo de la Monarquía porque la Monarquía no ha completado la unidad nacional, y se ha hecho republicano federal, lo que me parece que no va muy bien con aquella unidad nacional que deseaba S.S.; y para esto está íntimamente ligado al Sr. Pí y Margall, que representa lo contrario de la unidad nacional. (El Sr. Salmerón: No, no).

Pero esta misma contradicción que yo encuentro en el Sr. Salmerón respecto de la idea que tiene de la Monarquía, para hacerse partidario de la República, la encuentro también en las opiniones de S.S. y en la conducta de S.S. respecto de la idea que tiene [812] de la República. Porque S.S. no me puede negar que, antes de que la República viniera a España, S.S. no estaba tranquilo y confiado en sus resultados, y que S.S. no repugnaba del todo la Monarquía. Eso no me lo puede negar S.S.

Es verdad que el Sr. Salmerón, en teoría, ha sido siempre partidario de la accidentalidad de las reformas de gobierno (El Sr. Salmerón: No), y que en el sentido de S.S., tan accidental es la forma de la Monarquía como la forma de la República; pero que allá a los comienzos de la Revolución de septiembre, S.S., que decía que era lo mismo la forma republicana que la monárquica, tenía miedo al estado en que se hallaba el país para recibir la República; y creía que la República, porque el país no estaba preparado, era un peligro; creyendo S.S., por tanto, que debían ceder sus ideales, que eran republicanos, a la realidad de las cosas.

Esto era lo que decía S.S. de la República el año 1869; y a pesar de los temores de S.S., en ella se realizan todas sus presunciones, y presenció S.S. los horrores que temía, y S.S. pasó rápidamente por el Poder, abandonándolo en la imposibilidad de que existiera todo Gobierno; y a pesar de esa triste y dolorosa experiencia del Sr. Salmerón, hoy viene a resultar según él mismo, que ya el país está preparado para la República, y que S.S. prefiere la realidad de la República a la realidad de la Monarquía. ¿Se puede dar una contradicción más grande y un alejamiento más evidente de la realidad? Pues si S.S. creía que el país no estaba preparado para la República, y si la República en S.S. no era más que un ideal muy lejano, y en efecto, vino la prueba y confirmó todos sus temores, y los excedió, ¿se comprende en la seriedad y en el catonismo de su señoría que después de la prueba haya variado de opinión en sentido directamente opuesto a las opiniones que antes tenía? Pero ¡ah! el Sr. Salmerón, para justificar lo injustificable, nos ha hecho una historia peregrina de la Restauración; nos ha hablado del Poder personal, de las imposiciones de este Poder personal a las agrupaciones políticas, de los cambios que los partidos han hecho, de las consecuencias de estas imposiciones como medio de adquirir el Poder, de humillaciones del partido liberal y de una porción de cosas de que aquí no teníamos noticias.

Yo no voy a decir nada respecto de la Restauración; pero con ella se relaciona algo la evolución que el partido liberal hizo, que al Sr. Salmerón extrañó tanto y que ha explicado de la manera que todos los Sres. Diputados han visto. Pues bien, y esta es la verdad; hecha la Restauración, el partido liberal-monárquico de la Revolución aceptó, como no podía menos, la Monarquía restaurada; la aceptó antes que la Constitución se hiciera, y se aceptó por unanimidad, sin que ninguno de los individuos pertenecientes al partido liberal-monárquico hiciera la menor objeción. Aceptada ya la Monarquía, fuimos a las elecciones, vinimos a las Cortes una minoría del partido constitucional, y cuando se discutió el proyecto de Constitución, que es ahora ley fundamental, una gran parte del partido liberal la combatió sosteniendo la Constitución del 69, no porque fuera obra exclusivamente suya, sino porque creía que era un acto político de importancia el sostener aquel Código. Creyó que debía sostenerlo; primero, por la idea, que al menos tenía yo, de que no hay cosa peor que variar las Constituciones [813]; por sostener toda Constitución que uno se encuentre, por supuesto modificándola, con las modificaciones, en el caso a que me refiero, que se habían indicado ya antes de que la Restauración viniera; y después, porque creía que sosteniendo aquella Constitución se establecería un lazo de concordia entre los elementos de la Restauración y los elementos de la Revolución de septiembre. Pero nosotros no teníamos obligación ninguna de sostener aquella Constitución como obra nuestra. El Sr. Salmerón debe recordar que aquella Constitución fue una transacción de los elementos monárquicos de la Revolución y los más importantes elementos republicanos de la misma, y fue una transacción en la cual transigieron: los republicanos aceptando la Monarquía, y los monárquicos aceptando los principios de la democracia, que hasta entonces habían combatido. Pues bien; los sucesos, las circunstancias, la historia, en una palabra, vino a echar abajo aquella Constitución, porque los antiguos republicanos volvieron a serlo, y ya roto el pacto por unos, claro está que no obligaba a los demás. La constitución estaba rota también; pero como para nosotros era la obra de la Revolución, la sosteníamos, modificándola en ciertos términos de que debía tener noticia el Sr. Salmerón. Nosotros combatimos el Código fundamental de 1876; pero al fin y al cabo el proyecto fue aprobado por la Cortes; y ¿qué habían de hacer los partidos monárquicos más que aceptarla, como se acepta toda ley que las Cortes hacen, mucho más tratándose de una ley fundamental? Se combate hasta que es ley fundamental, y una vez hecha, la aceptan todos los que están dentro de aquella legalidad; y aceptando nosotros la Constitución de 1876, ésta vino a ser la legalidad común de los partidos monárquicos de la Restauración.

Tenga en cuenta el Sr. Salmerón, pues también en esto se equivocaba, que la Constitución de 1876 fue aceptada por todos los liberales monárquicos de la Revolución, sin exceptuar uno solo; se tomó por unanimidad el acuerdo, y se publicó en una solemne fórmula que anda por ahí, publicada en todos los periódicos. Aceptada esta Constitución, el partido liberal continuó con calma, y sin impaciencia, ayudando a gobernar, porque también las oposiciones ayudan a gobernar; y estuvo así, sin abrigar desconfianzas, y mucho menos sin proferir amenazas de ningún género.

Una dificultad surgida en el seno del Gobierno conservador, hizo que el Rey llamara espontáneamente al partido liberal. Este partido se encargó del mando, y yo puedo declarar a S.S., y al declararlo confirmo una de las ideas emitidas aquí esta tarde en el brillante discurso pronunciado por el Sr. Cánovas del Castillo, que jamás el Rey Don Alfonso XII puso la más pequeña dificultad en nada ni a mis compañeros ni a mí; y si aquel Gobierno no hizo más en punto a reformas liberales, fue porque le faltó tiempo, porque después hubo disidencia, y sabido es que las guerras interiores imposibilitan la marcha de los partidos; pero, repito, que el Gobierno que tuve la honra de presidir no encontró en la Corona la más pequeña dificultad.

Cerca de un año estuvimos unidos, aceptando todos la Constitución de 1876, hasta que por una cuestión de tiempo en el planteamiento del Jurado, surgió la primera disidencia, que, como todas las disidencias, fue aumentando, hasta que se levantó en Biarritz [813] por el Sr. Duque de la Torre la bandera de la Constitución de 1869, de la que nadie se acordaba ya, y que aceptaron todos los que después han formado el partido de la izquierda. Ésta es, ni más ni menos, la historia.

Luchamos ya con la dificultad de la disidencia; y como se me hacía responsable de ella y se decía que era imposible hacer la unión mientras yo estuviese en la Presidencia del Consejo de Ministros, presenté mi dimisión al Rey, y tuve que reiterarla varias veces, hasta que el Rey, convencido sin duda de las razones que tuve la honra de exponerle, me admitió la renuncia, y llamó al Sr. Posada Herrera, sin que el Sr. Posada Herrera viniera a ser por arte misterioso Presidente del Consejo de Ministros, sino porque los individuos de la izquierda habían dicho que no querían entenderse conmigo, pero que se entenderían muy bien con el que era Presidente de la Cámara. Por eso aconsejé a S. M. que llamara al Sr. Posada Herrera, único lazo de unión de las dos fracciones del partido liberal.

Aquel Gobierno encontró dificultades en la mayoría, que no quería ir tan deprisa como el Gobierno, y cayó; y a consecuencia de esto vino el partido conservador; pero puedo declarar a S.S. de una manera terminante, que si yo dejé el poder fue porque creí oportuno dejarlo; porque no quise que nunca se dijera que por conservar el Poder un mes ni un año más, contribuía a mantener la desunión del partido liberal. Como se decía que mi presencia en el Gobierno era un obstáculo para la unión, lo dejé; pero hubiera podido continuar mientras conservara la mayoría en las Cortes. ¿Qué tiene que ver todo esto con la Corona, para que S.S. tenga que acudir a medios misteriosos para explicar los cambios políticos que han ocurrido?

Pues bien; de la misma manera, y por los mismos medios misteriosos, ha querido S.S. explicar el cambio ministerial ocurrido a la muerte del Rey; ya lo ha explicado cumplidamente el Sr. Cánovas, para que yo me crea en la necesidad de añadir ni una palabra sobre este punto. Pero ya se ve: S.S. se encontraba en las orillas del Sena por su gusto, y recibía las noticias que de aquí le mandaban sus amigos, forjadas por la pasión política, y que luego el Sr. Salmerón las ha pintado en su fantástica imaginación como ha tenido por conveniente. Verdaderamente, es una cosa singular que S.S. venga a referirnos lo que no presenció, a nosotros que hemos sido testigos presenciales.

Pero voy a otra parte del discurso de S.S., porque quiero concluir y deseo demostrar a S.S. que no trató de eludir las cuestiones. ¿Cómo entiende este Gobierno la soberanía nacional de que se habla en la fórmula convenida? ¿Es que la reforma constitucional a que se refiere ha de ser sancionada por el Rey? Señor Salmerón, en las Naciones constituidas, como la nuestra lo está, con una Constitución vigente, toda reforma de cualquier ley, desde la más insignificante hasta la más fundamental, necesita para ser ley, y por consiguiente para ser cumplida y acatada, el acuerdo de las Cortes, la sanción de la Corona y la publicación.

Segunda pregunta que hacía el Sr. Salmerón: ¿qué extensión y qué alcance va a tener la reforma del sufragio? ¿Es que el Gobierno va a establecer el sufragio universal? Antes de contestar, ¿qué entiende S.S. por [814] sufragio universal? (El Sr. Salmerón: El que ha existido).

Digo esto, porque como apenas hay dos hombres políticos, ni yo conozco dos tratadistas que estén de acuerdo en el carácter, extensión, límites y restricciones del sufragio universal, presumo que tampoco vamos a estar de acuerdo S.S. y yo, y podría resultar lo siguiente: si yo le digo ahora que sí, y luego no entendemos de igual modo lo que es sufragio universal, como si no le hubiera dicho nada; y si le digo que no, y luego estamos de acuerdo, podrá decir que le he engañado. (El Sr. Salmerón: No parece sino que es cosa nueva, cuando ha vivido y ha regido aquí durante años). Me parece que la fórmula está en la ley de garantías. ¿Gusta a S.S. el sufragio universal de Bélgica? Para concretar, contésteme S.S. a esa pregunta. (El Sr. Portuondo: El que ha regido en España). Como fórmula está en la ley de garantías, y luego, como ejercicio, estará en la ley que se presente sobre el desenvolvimiento del sufragio.

Pero como yo oigo hablar tanto del sufragio en tal o cual parte, y luego resulta que no hay tal sufragio, preguntaba para concretar: ¿gusta a esos señores el sufragio de Bélgica? (El Sr. Salmerón: El de la misma fórmula del art. 2º de la supuesta ley de garantías, programa, según parece, del partido liberal). Pues entonces no hay más que hablar: ésa.

El Sr. Salmerón hacía tres preguntas: la primera sobre si la soberanía nacional se había de entender de modo que la reforma a que alude la ley de garantías había de ser sancionada por el Rey; la segunda era, si para el ejercicio de esa soberanía íbamos a implantar el sufragio universal. No recuerdo la tercera. ¿Tiene S.S. la bondad de decírmela? (El Sr. Salmerón: Puesto que S.S. me hace la pregunta tan directamente, previa la venia de la Presidencia, diré a su señoría que era la siguiente: si habría de aceptar esa ley el partido conservador de suerte que se considerara ley constitucional del Estado, o íbamos a vivir en pleno dualismo constitucional).

Aunque esa pregunta debía ser contestada por el Sr. Cánovas, y no por mí, puedo decir a S.S. una cosa, y es, que el Sr. Cánovas ha dicho que lo que hagan las Cortes con el Rey es ley y él la acatará siempre, sin perjuicio de que si no la cree conveniente a los intereses del país, la combata y procure modificarla por los medios legales. Y esto explica lo que pasa en todas partes y no puede menos de pasar. Realmente, ésta es la síntesis y el resultado de toda la discusión de esta tarde y de estos días respecto a la soberanía nacional; porque yo pregunto: ¿de qué manera se hacen las grandes reformas en todos los demás países, de qué modo se ha hecho la reciente reforma constitucional en Portugal, de qué modo se han hecho las reformas constitucionales que ha venido realizando Italia, de qué modo se han realizado las reformas en Inglaterra, de qué modo se desenvuelven los grandes principios que van ganado el triunfo en la opinión? No hay más que esta manera de hacerlo, y no salgáis de ahí ni pidáis explicaciones; porque saldréis mal, porque en último resultado, todas las teorías son buenas para tenerlas en cuenta, pero no llevándolas nunca al extremo en las cuestiones políticas, que son esencialmente prácticas, y todo lo que deben hacer los hombres públicos sensatos es procurar evitar el conflicto entre los Poderes públicos, porque cuando el conflicto entre los Poderes públicos llega, señores, [814] no es el libro, no es la ciencia ni la filosofía quien lo resuelve, sino que suele ser la fuerza, dejando tras de sí todo lo que la fuerza deja. (Bien, muy bien).

Pues bien; después de todo esto, yo he oído con grandísimo sentimiento al Sr. Salmerón ciertas ideas e indicaciones de salirse fuera de la legalidad. No; en ningún caso estaría justificado, pero mucho menos ahora; y S.S. no puede hacerlo, porque ha condenado siempre esos procedimientos. (El Sr. Salmerón hace signos negativos). Siempre; toda la vida ha condenado S.S. los procedimientos de fuerza.

Pero oiga S.S., ya que S.S. se ha olvidado de tantas cosas, que hasta se ha olvidado de sí mismo, por lo cual tuve el otro día el gusto, aunque era una inconveniencia, de interrumpirle, falta que es venial, pero que, como suele cometerse, espero que S.S. me la perdonará. Oiga S.S. lo que decía:

"Yo he combatido siempre, he condenado siempre todo procedimiento que no se haya sujetado al derecho, que no haya estado dentro de la legalidad; yo no he fiado nada nunca de esas revueltas que, desdichadamente, van haciendo perder a nuestro pueblo la conciencia del derecho y la confianza en los medios legales, arrastrándolo a la lucha por el Poder que unos libran detrás de las barricadas y que otros preparan en las conspiraciones militares, buscando en los cuarteles y en las cuadras el triunfo que sólo debe conquistarse en la opinión y obtenerse en las urnas". (El Sr. Salmerón: La lucha por el Poder; ahí lo dice). (Rumores, risas).

(El Presidente impone orden entre los Sres. Diputados. Continúa hablando Sagasta).

Créame mi distinguido amigo particular el Sr. Salmerón; cuando se apela a esas razones para explicar una cosa, es que no hay razones de otra clase para explicarla. (El Sr. Salmerón: Sí, desde el momento en que se identifica la lucha por el derecho con la lucha por el Poder). ¿Y quién va a hacer esa distinción? ¿Cuándo se sabe si se lucha por el Poder o por el derecho? (Nuevas risas).

Pues bien, Sres. Diputados; al oír al Sr. Salmerón en una situación tan ambigua respecto de cosas tan delicadas, y al recordar yo ahora con este motivo cierto dilema que nos ponía aquí el Sr. Azcárate, diciéndole al Gobierno: "hay dos caminos; el camino de la violencia, de la resistencia, de la lucha, de la guerra, y el camino de la prudencia, de la atracción, de la libertad y de la paz; el Gobierno podrá escoger", yo digo a los Sres. Salmerón y Azcárate que el Gobierno no puede dudar ni un solo instante en la elección, y que desde el primer momento ha aceptado el camino de la calma, de la prudencia, de la atracción, de la paz y de la libertad.

De manera que ya lo ven SS. SS., el Gobierno ha escogido el camino de la legalidad. ¿Seguís todos vosotros ese camino? Porque vosotros, que sois tan curiosos y que tantas cosas preguntáis al Gobierno, bueno es que a vuestra vez satisfagáis, no una curiosidad, sino una necesidad que el Gobierno y el país tienen de saber cuál es vuestra actitud, y mucho más después de este debate y después de la distinción que el Sr. Salmerón ha hecho entre la lucha por el Poder y la lucha por el derecho. El Gobierno ya ha dicho el camino que piensa seguir; ahora os pregunta a vosotros, ya que tantas cosas le habéis preguntado y el Gobierno no ha escaseado las contestaciones, y os lo pregunta con un gran deseo de que le contestéis, porque aunque lo presume no lo sabe, y sería bueno que vosotros lo dijerais, si pensáis seguir el mismo camino que el Gobierno; y como lo digáis, considerándoos, como os considera, hombres buenos y honrados, desde luego os felicita por ello, no por lo que interese a la vida del Gabinete, que eso importa poco, sino por nuestros conciudadanos, por el país, que todos debemos contribuir a que, apartándose de una vez de la senda de las revueltas, deje de ser una excepción repugnante entre los pueblos civilizados del mundo; y porque, además, en los tiempos que corremos, en estos tiempos de moviendo y de vida, de vapor y de electricidad, un día de perturbación trae más daños a la industria, al comercio, a las artes, a todos los elementos de la riqueza, que bienes le puede traer el triunfo por la violencia aún de la causa más justa. (Aplausos).

Cuando no hay ningún derecho importante puesto en duda; cuando no hay un derecho hollado; cuando los ciudadanos pueden moverse y los partidos hacer su propaganda, y la prensa es libre, y la tribuna es libre, y la ley es igual para todos, y la legalidad para todos está abierta, no tiene disculpa el camino de la violencia; el que acude al camino de la violencia no es republicano, no es enemigo de la Monarquía, no es enemigo de las instituciones: es un asesino de la Patria. Nadie tiene derecho a perturbar la paz que se disfruta y que el pueblo quiere a todo trance sostener; la paz, que yo no considero igual, ni superior a la Monarquía ni a la libertad, porque las considero inseparables, y por eso soy monárquico; porque la Monarquía me parece la base más firme de la paz y de la libertad, porque sin Monarquía no habría paz, porque considero a la Monarquía y a la paz y a la libertad unidas en estrecho lazo, el único que puede hacer la felicidad de este país. (Aplausos). [815]



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